lunes, 12 de noviembre de 2007

El duelo













Y ahí estábamos, enfrentados a escasos diez o doce metros, mirándonos a los ojos. Confiando en la certeza de un disparo. Parecía increíble haber llegado a esta instancia. Dos hombres dispuestos a eliminarse, como única forma de drenar tanta bronca, y tanto odio acumulado.
Ya eran las cinco de la tarde. El lugar, un descampado detrás del cementerio, muy poco frecuentado. Casi inaccesible gracias a una hilera de matorrales densos que lo rodeaba. Con un piso de tierra duro y desparejo, donde la vegetación se negaba a crecer en medio de un pedregal mezclado con escombros.

Hoy parece una ironía que todo haya comenzado con un simple partido entre dos barrios vecinos y un empate en cero que parecía inamovible. Luego él, desbordando por la derecha y recibiendo un pase de ensueño. La entrada al área y yo, como última posibilidad para tapar un gol seguro, que si al menos hubiese intuido lo que vendría, seguramente lo habría dejado pasar. Pero no. Me arrastré por el suelo, como ahora arrastro los pies, y lo llevé por delante. Inmediatamente sobrevino el grito de “penal” de ellos, la respuesta de mis compañeros intentando justificar lo injustificable, alegando casualidad a lo que yo mismo sabía una clara falta. Luego surgieron los empujones, los golpes y los insultos que fueron incrementando su agresividad muy rápidamente. Hasta que llegaron los que más duelen, los que no se le permiten a nadie. Los que tocan lo más sagrado. Por último: llegaron las amenazas, cada vez más creíbles.
Una mueca del destino terminó enfrentándonos a quienes habíamos iniciado esta cadena de hechos violentos. Dos embajadores casuales de dos bandos que comenzaban a declararse enemigos. Y cuando estábamos cara a cara, a escasos centímetros, atenazados por nuestros compañeros para no despedazarnos con las manos, fue cuando lanzó su rugido más temible: “Esto lo vamos a arreglar vos y yo solos. Con mis reglas”. Mentí un gesto desafiante accediendo a un reto que, en mis cabales, jamás hubiese aceptado. Luego el silencio. Un aciago silencio que me enfrío la sangre. Como si todos se hubiesen dado cuenta de que se había llegado demasiado lejos. Ellos juntaron sus pertenencias y se perdieron detrás del cañaveral cercano a uno de los arcos. Mis compañeros me miraron con piedad. Con sorpresa me enteré esa misma tarde de la historia siniestra que sentenciaba mi destino. Comenzaron diciendo, casi al pasar, que ese engendro había estado preso dos veces. Una por robar un almacén y herir al dueño con un tiro en la rodilla. Y la segunda, como si aquello hubiese sido poca cosa, por apuñalar a un pobre fulano que lo había encerrado con el auto. Creo que por piedad evitaron darme detalles acerca de esos hechos.
Al poco tiempo comenzaron a llegar a casa sus llamadas cargadas de agresividad. Mensajes amenazantes que quedaban grabados en la cinta de un contestador que se animaba a responder por mí. Luego, encuentros no tan casuales camino al trabajo, o al bar.
Como un intento de reconciliación, el destino me propuso continuar los estudios en Rosario. Al poco tiempo, la posibilidad laboral en Montevideo, después el traslado a Concordia y en algunos años, el retorno a Buenos Aires con francas esperanzas de que el olvido hubiera aliviado el alma de ese monstruo. Pero una noche me lo encontré. Fue en el baño de un boliche. Sentí que alguien me tocó el hombro y cerca del oído me dijo con vos ronca “Vos y yo tenemos un asunto pendiente”. Puso el lugar y la hora. Dio media vuelta y detuvo su paso alterado por el alcohol para completar “Vení sólo y sin trampas. Y si llegás a faltar te juro que te busco y te amasijo”.
Los días que siguieron pasaron volando, dejándome aquí, en este campo, donde ahora estamos contando pasos, yo con ojos húmedos y dientes apretados e improvisando una plegaria mientras le doy la espalda. Un viento helado comienza a desatarse desde las nubes. Las manos me transpiran y no es a causa de los guantes. Froto unos contra otros los dedos abarrotados de miedo. La suerte está por tirar su última moneda, ¡a que hemos llegado!, la precisión de un disparo sentenciando un juicio.
Intento una mirada, mezcla rara de desafío que logre amedrentarlo y súplica por misericordia. Entonces él, con la frialdad de los despiadados, con el mismo veneno de aquel día ahogando su sangre, avanzó y pateó justo hacia mis manos.

martes, 7 de agosto de 2007

La gotita diferente















Se escuchó: - A la una, a las dos y a las tres, ¡Ya! -.
Y ambas gotitas salieron corriendo por el cristal de la ventana entreabierta. Lanzaron su loca carrera desde muy arriba. Esquivaron una, dos, tres, muchas otras gotas que se encontraban en el camino. Que refunfuñaban diciendo: ¿Cuando aprenderán éstos jóvenes a respetar a las gotas mayores? Pero a ellas dos nada les importaba, sólo llegar al marco inferior de la ventana antes que su rival. De repente, una de las dos detuvo su marcha. Se trataba de la más pequeña. Lo que facilitó la tarea de la mayor, y ganar sin dificultades.
Luego de llegar a la meta se dio vuelta y le preguntó
- ¿Qué te pasa que te frenaste, che? -.
- Nada, es que vi algo que me llamó la atención – Respondió aquella gotita pequeña.
- ¿Qué viste?, ¿Dónde? -.
- Allá, sobre el escritorio. Hay una gota -.
- A ver… -. Dijo la más grande – Si, allá la veo, pero ¿Qué hace ahí? -.
- Vamos a preguntarle, en una de esas si hablamos fuerte nos escuche -.
Y era verdad. Sobre el escritorio se encontraba aquella gota. Estaba sola, y parecía abatida o por lo menos triste. Ambas gotas curiosas se acercaron todo lo que pudieron a través de la ventana. La más grande tomó la iniciativa:
- Hola. Hey, ¿me escuchás? Hola -.
Aquella gota solitaria levantó la mirada y respondió tímidamente:
- Hola -.
La más pequeña no soportó estar en silencio:
- ¿Qué haces ahí sola? Te vas a secar pronto. ¿Por qué no te venís acá con nosotras? -.
- Es que no puedo, aquí caí y aquí debo estar -.
- ¿Porqué? - Volvió a preguntar.
- Porque no soy aceptada por el grupo al que ustedes pertenecen. Las gotas de la ventana no quieren estar conmigo. Me rechazan sin hablar, y tampoco me escuchan. No les interesa lo que yo pueda llegar a decir. Y así siento el peor de los rechazos, entonces debo irme -.
- ¿Porqué te rechazan? – Preguntó incrédula.
- Porque soy diferente -. La gotita salada agachó la cabeza.
- Imposible -. Replicó inmediatamente la más grande. – En éste grupo aceptamos a todo el mundo. Hay gotas pequeñas, grandes, inquietas, melancólicas, amorosas, odiosas, inteligentes y torpes. Somos el grupo mas distinguido que existe en toda las casa. Y entre todas nos cubrimos para sobrevivir al calor sol y no secarnos tan rápidamente. Aunque todas ya sabemos que en algún momento, tarde o temprano, terminaremos secándonos -.
- Si, pero yo soy muy diferente, soy salada -. Dijo sin levantar la mirada.
Las gotitas de la ventana se sorprendieron y la más pequeña dijo:
- ¡Una gota de mar! ¿Es cierto que son mejores que nosotras?, ¿Que valen más? -.
- ¿Qué decís? -. Interrumpió la más grande - ¿Cómo se te ocurre pensar eso? Las gotas de mar son como cualquiera. Sólo que ellas se creen más que otras. Pero en realidad están vacías. No viajan como nosotras por el amplio cielo hasta dar con la ventana de una casa. No tienen emociones. No sienten -.
Eso le dolió mucho a aquella gota salada:
- No soy una gota de mar, soy una lágrima. Traigo conmigo mucha emoción y pesar de una joven que llora por un amor no correspondido. Por eso es que estoy sobre ésta carta, ella intentaba reflejar sus sentimientos cuando el dolor la invadió y se puso a llorar -.
Las gotitas de la ventana quedaron en silencio.
En ese momento el sol comenzaba a asomar entre las nubes. Y con su calor amenazaba secar a todas las gotas. Las de la ventana se cubrieron inmediatamente entre las demás gotas del grupo. Y advirtieron a la que se encontraba sobre la carta:
- Rápido. El sol está saliendo y en pocos segundos te vas a secar -.
Pero no alcanzaron a advertirla a tiempo, la gota salada se secó muy rápidamente.
Desde la ventana quedaron inmovilizadas. La más pequeña rompió el silencio nuevamente:
- Se secó, se fue. Pobre. Que lástima me da -.
La mayor agregó:
- En cierta forma la envidio -.
- No entiendo como podés envidiarla, estaba sola, triste y se secó apenas salió el sol -.
- Si, pero cuando todo el cristal de la ventana se caliente, todas vamos a desaparecer sin dejar ningún rastro, en cambio ella dejó su marca en aquella mancha sobre el papel -.

“Sólo algunas gotas son capaces de dejar una marca para siempre”.