miércoles, 10 de junio de 2009

Que golazo pibe

Dentro de un momento nos juntamos todos a festejar tu cumpleaños número dieciséis. Quería agradecerte que me hayas tenido en cuenta para ser parte del equipo que disputara la final interbarrial. Me puse tan ansioso que ese mismo día fui a comprar un par de guantes. De los mejores compré. Esperé ese partido como nadie. Me cuidé en las comidas, salí a correr todos los días. Cuando nadie me miraba practicaba pegándole a una pelotita de tenis contra la pared y atajándola con mis guantes nuevos. Hasta que llegó la hora del partido. En el vestuario parecía estar tranquilo. Pero por dentro me comían los nervios. Parecía increíble, un tipo de cuarenta y seis pirulos más nervioso que todos los pibitos de tu edad juntos.
Salimos a la cancha, saludamos a nuestra parentela en la tribunita de tablones de madera y empezó el partido. Mirá que yo te vi jugar varias veces a vos y sé que jugás bien. Pero ese día verdaderamente la rompiste. No sabían cómo pararte. Con las diagonales que metías armaste un lío en la defensa que terminaban discutiendo sobre quien tenía que marcarte. Verte jugar así era, sinceramente, disfrutar. Casi por terminar el partido, veo que entrás a la media luna con pelota dominada y te agarra de la camiseta el seis. No lo podía creer, nos dejó un tiro libre inmejorable.
En ese momento me transporté años atrás. Porque hace tiempo, tu abuelo tenía una casita del otro lado de la vía. Acá nomás, en Alberti. Yo tenía tu edad, más o menos. Y ahí cerca, jugamos un partido entre nuestros familiares contra un grupo de vecinos del barrio. Estábamos perdiendo uno a cero y tuvimos, casi terminando, un tiro libre a favor exactamente desde ese mismo lugar. No era la final de ningún campeonato, pero futbolísticamente era igual. Era un tiro libre desde la media luna en el último minuto. Y no sé si por lo pesado que me puse en ese momento o porque alguien me tuvo confianza, pero el encargado de patearlo fui yo. Tomé distancia, miré la barrera, y me di cuenta de que el arquero estaba muy jugado contra su palo. Así que la decisión era simple. Había que ponerla por encima de la barrera al palo más lejano. Le pegué con la parte interna del botín, tratando de darle una curva que la pelota nunca tomó. Vino a dar en el travesaño. Así que perdimos nomás. Sufrí mucho por ese tiro malogrado. Seguramente nadie más recuerde ese día, fue apenas un partidito de barrio que se armó casi de casualidad. Pero para mí fue mucho más que eso. Era mi posibilidad de revertir una historia adversa. Y no pude hacerlo ¡Podés creer que pasaban los años, y cada vez que jugaba al fútbol lo recordaba! Ese sentimiento de fracaso difícil de digerir.
Pero hoy, sentí que aquel partido aún no había terminado. Que sólo hubo un entretiempo de treinta años. La historia quedó trunca. Inconclusa. Y percibí mi esperanza de torcer ese rumbo. Al verte me di cuenta que existe la vida eterna, porque comprendí que somos parte de una misma historia infinita. Dentro de mí llevo parte de tus abuelos, y dentro de vos llevas algo de tu papá, de mí y de todos juntos. Por eso, te vi tomar carrera y yo también medí esa distancia hacia la pelota. “Junaste” la barrera con los ojos entreabiertos para que nadie adivinara nuestra intención y juntos vimos ese rincón tan deseado que forman el travesaño y el primer palo. Cuando tomaste aire, yo lo retuve en tus pulmones. Sentí cómo mi sangre recorría tus arterias. Sentí el roce de pasto en tus botines, el aire en tu cara y la presión de las piernas a cada paso que dabas. Corrimos juntos, dos cuerpos y un alma en busca de una meta marcada por la esperanza. Un grito detenido en el tiempo. Y qué golazo pibe, pero qué golazo.