jueves, 15 de enero de 2009

El niño gris














Una vez más, sentado frente a la biblioteca, desplomado en mi sillón, miro con ojos rigurosos el correcto orden de los libros que se enfilan firmes e inmóviles. Cada estante se refiere a un tema diferente. Cada título, cada tipo de letra o color de fondo se encuentra perfectamente armonizado con el siguiente y el anterior. Recorro con la mirada los diferentes ejemplares agrupados por autor, y por que no decirlo, a veces simplemente por tamaño, con tal de mantener cierta armonía, aunque sea artificial. Hago breves detenciones en aquellos que alguna vez abandoné, mientras intento recordar su justificación de turno. Me da cierto orgullo admitir que no son muchos.
Por un momento me distrae su voz pequeña y aguda. Primero intento eludirla. Pero ahora tose, como quien intenta llamar la atención. Vuelve a toser una o dos veces más y se queda hablando muy bajo, casi susurrando. Él es pequeño, tiene ocho, o a lo sumo nueve años. Todo su cuerpo está pintado de gris, un gris opaco. Camina pesadamente las calles arrastrando las zapatillas tan gastadas que dejan ver los dedos asomándose por la puntera. Usa un pantalón hilachento y con enormes agujeros en las rodillas, desde donde se pueden observar varios raspones en las piernas flacas y sucias. Lleva una remera que alguna vez fue blanca. Y una gorra arqueada que cae sobre sus ojos y que se hace carne en su cabeza, tanto que se hace muy dificultoso imaginarlo sin ella. En una mano tiene una lata vacía que acerca a la boca para hablar y generar algún eco divertido. No camina por la vereda, porque es más fácil arrastrar los pies por los adoquines desparejos, especialmente si están mojados. Pisa deliberadamente los charcos sin interesarle si se moja y se ensucia aún más. Sabe que nadie lo va a retar porque nadie cuida su salud. La imagen de su madre ya ni la recuerda. Alguien le mostró una foto alguna vez, pero eso fue hace mucho tiempo. A su padre nunca lo conoció. Pero hoy tiene un problema demasiado grande como para pensar en la familia que no tuvo. Tiene que conseguir un lugar donde pasar la noche. El sol está por esconderse y un viento del sur anuncia que la noche será muy fría. Ayer no hubiera sido problema, la casilla que habitaba era de madera y con un techo de chapas de cartón, pero servía para cubrirse del invierno. Esta noche es diferente, porque tiene que arreglárselas solo. Sabe que no puede volver. El “turco” fue claro cuando le dijo que diez mangos no alcanzaban para nada, y que si no traía más de veinte mejor que no lo hiciera. Que lo iba a moler a golpes. Ya otras veces le pegó y sabe que es capaz de llevar a cabo su amenaza. Hoy no ha llegado a los ocho pesos, serán siete y algunas monedas. Intenta decidir que hacer, pero no puede pensar con claridad. Así que continúa haciendo ecos con la lata. Cambiaría ese dinero por dormir en una cama, con frazadas y todo. Por una taza de mate caliente y un bizcocho de grasa cuadrado y enorme. Sus pasos lo llevan hasta una plaza, también gris, con árboles desnudos y juegos oxidados que rechinan con el viento. Se sienta en un banco. Suelta la lata, que se aleja rodando camino abajo. Se recuesta cubierto por la luz de un farol triste. Una luz amarillenta, o mejor dicho, de un gris más claro. El viento ahora es más fuerte, la temperatura baja. Baja mucho. Demasiado. Se enrosca respirando en el hueco de sus manos. Y se duerme. O prefiero creer que se duerme. La verdad es que hasta ahí es donde lo acompañó. Y lo hago porque dejarlo solo me parece de una crueldad imperdonable. Pero no puedo continuar, tengo miedo. Lamento mi cobardía, pero no puedo continuar. Sólo avanzo hasta el segundo párrafo de la página setenta y cuatro sin intentar adivinar ni una sola palabra del siguiente. Es ahí cuando cierro el libro, o acaso regreso varias páginas, cuando lo veo arrastrar los pies sobre el empedrado mojado y desparejo.